Entrevista a Moisés Naím

Es uno de los columnistas más reconocidos en América Latina. Es presentador de un programa de televisión semanal sobre temas internacionales y antes dirigió por catorce años la revista Foreign Policy.  Además es autor de numerosos artículos académicos y más de diez libros, entre los que se destaca El Fin del Poder.

En esta entrevista para Contrafactual entra en la contingencia chilena y su relación con el debilitamiento del poder como lo conocíamos.

 

Chile está viviendo un proceso de cambios profundos y vertiginosos. Comenzó con manifestaciones de diferente tono y después de un mes se anunció un proceso para cambiar la Constitución. ¿Es común que diferentes grupos -a veces radicalizados- logren movilizar a todo el mundo político para conseguir cambios profundos? ¿Es un fenómeno reciente?
Las protestas en las calles, marchas y saqueos no tienen nada de nuevo. Este tipo de protestas lo ha habido siempre y en una gran variedad de países. Casi siempre toman el gobierno por sorpresa.
Con igual frecuencia, toman por sorpresa a sus organizadores y a quienes protestan. A veces logran tener más impacto de lo que esperaban.
Pero los resultados de las protestas callejeras son tan variados como las diferentes razones que llevan a la gente a tomar calles y plazas. A veces no conducen a nada, otras veces los gobiernos utilizan una combinación de limitada represión y amplias concesiones para acabar con las protestas, otras veces las reprimen brutalmente (tal como está sucediendo en Irán en estos días) y, finalmente, hay casos en los cuales las protestas obligan a al gobierno a hacer profundas reformas en sus políticas y, en ocasiones, hasta llegan a derrocar el gobierno.
Tanto la aparición de protestas callejeras a gran escala como sus resultados son completamente impredecibles.

¿Cuáles son las características del mundo moderno que hace posible este tipo revoluciones?
Las protestas callejeras no tienen nada que ver con el mundo moderno. Siempre han existido.
Lo que tienen de diferente las protestas de estos tiempos es que las nuevas tecnologías de comunicación permiten convocar, coordinar y apoyar a las protestas a alta velocidad y a muy bajo costo. También la interconexión del mundo se ha intensificado y acelerado, y ello facilita el contagio. Las protestas en un país estimulan su aparición en otros países. De nuevo, este contagio lo ha habido siempre. Basta recordar el mayo francés del 68, cuando las protestas públicas que comenzaron en las universidades francesas aparecieron en otras partes del mundo. Ahora estamos viendo protestas muy similares en su forma de actuar en Barcelona y Hong Kong Irán, Irak y, por supuesto, en Chile entre otros.

El presidente Piñera quedó en medio de dos grupos, los que exigían mayor represión policial para alcanzar más seguridad pública y los que exigían sacar a las fuerzas policiales de las calles para negociar paquetes de medidas que satisficiera a la población. ¿Cómo puede ejercer su autoridad un presidente que queda entre posturas extremas en temas que afectan a toda la población?
Mantener estos delicados balances es un difícil reto para todos los gobiernos que enfrentan protestas callejeras. Con frecuencia son obligados a actuar para contener los brotes de vandalismo y saqueos. Garantizar la seguridad ciudadana, la protección de los espacios públicos y edificios e instalaciones gubernamentales, así como la propiedad privada, son obligaciones del Estado. Pero, por otro lado, los gobiernos deben impedir que ocurran excesos policiales, y violaciones a los derechos humanos y políticos de quienes protestan.
También deben evitar que la represión de los saqueos y actos de violencia estimulen e intensifiquen esos mismos actos, creando así una peligrosa escalada de violencia. No hay recetas ni soluciones fáciles para esto.

Hemos tenido escándalos en muchas instituciones que ejercen diferentes tipos de autoridad: casos de corrupción en Carabineros, abusos sexuales en la iglesia católica, desprestigio de los políticos por múltiples razones, abusos y delitos empresariales de alta connotación social, entre otros. ¿Este debilitamiento es un síntoma de algo más profundo o son parte de las razones que explican el malestar y produjeron el estallido social que estamos viviendo?
Estamos viviendo tiempos de gran ansiedad. En general -y en todas partes- sentimos que están sucediendo grandes cosas con consecuencias enormes pero inciertas. Desde las crisis económicas, la desigualdad, a la polarización extrema de la política, el terrorismo y los conflictos militares, continuando con el cambio climático y la amenaza al empleo que generan las nuevas tecnologías de inteligencia artificial. Todo eso va a tener consecuencias para todos, pero no sabemos ni cómo ni cuándo.
Un nuevo factor que para mí es muy importante es que esto ocurre cuando América Latina tiene las clases medias más numerosas de su historia. Son grupos sociales más educados, más informados y más políticamente activados y muy dispuestos a defender sus derechos y hacer lo posible para no caer desde la clase media precaria a la pobreza. Sus expectativas de progreso económico y social, ampliamente justificadas, aumentan a una velocidad mayor que la capacidad del gobierno para responder adecuadamente a esas expectativas.

¿Es deseable atomizar el poder político en nuestra nueva Constitución? ¿Qué se lograría?
Ese es otro difícil balance. No hay dudas que hay que fortalecer al máximo la división del poder e impedir su excesiva concentración en el ejecutivo o en los poderes legislativo y judicial.
Por otro lado, en estos tiempos de alta polarización, estamos viendo como la fragmentación del poder a veces conduce a la parálisis y al estancamiento. Simplemente, se tranca el juego y ningún poder tiene la suficiente capacidad como para imponer decisiones, programas de gobierno o iniciativas públicas. Esto lleva a la imposibilidad de tomar decisiones y al estancamiento del gobierno y de la sociedad.
Hay que garantizar que el presidente no concentre demasiado poder, pero por otro lado también es muy peligroso hacer que el poder esté tan diluido que sea imposible gobernar. Este es otro balance muy difícil de mantener y los excesos de un lado y del otro son frecuentes.

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