Consecuencias no planificadas

Por Sebastián Rivas, Director de Incidencia de Pivotes

En los relatos, el cambio se le atribuye al entonces presidente de la Democracia Cristiana, Fuad Chahín. En medio del fragor de noviembre de 2019 y las múltiples negociaciones para buscar un mecanismo de reemplazo de la Constitución, la propuesta establecía una innovación electoral en la era post dictadura: el voto sería totalmente obligatorio, es decir, con inscripción automática y mandato de ir a sufragar. En una votación tan clave, es difícil saber cómo habría impactado el contrafactual: es decir, un escenario en que 15 millones de personas estuvieran habilitadas para votar, pero de manera voluntaria. Sin embargo, y sólo como un asomo, los escasos estudios a partir de encuestas y focus groups que han buscado perfilar a los cerca de cinco millones de personas que participaron por primera vez en el sufragio muestran que, proporcionalmente, su tendencia fue abrumadoramente a favor del Rechazo.

¿Era la idea cuando esta innovación se concibió? Si nos guiamos por el análisis político del escenario, probablemente no. Luego de que Marco Enríquez-Ominami impulsara en 2009 como condición para apoyar a Eduardo Frei que la entonces Concertación tomara en el Congreso la bandera de la inscripción automática y voto voluntario -con el que, según los sondeos de entonces, el diputado habría tenido una mucha mejor posibilidad de pasar a segunda vuelta en vez del expresidente-, los roles se habían invertido en relación a las décadas previas: la izquierda, abogando por la obligatoriedad del sufragio, y la derecha defendiendo el formato voluntario. Cálculos políticos aparte, hay un hecho concreto: es muy difícil que ingresar casi cinco millones de nuevos participantes no introduzca -parafraseando a un destacado líder del Frente Amplio- inestabilidad al sistema. ¿Se puso Chahín en el peor de los escenarios, es decir, que los votantes que nunca hubieran participado fueran un bolsón de votos antisistema y con un rechazo permanente a lo que viniera de la política, algo que incluso podría afectar el plebiscito de salida que viviremos este diciembre?

El caso ilustra lo que en las últimas décadas ha sido uno de los grandes problemas de la política chilena: ignorar las consecuencias no planificadas y no deseadas de las políticas públicas que se impulsan. Discursivamente, es mucho más fácil suponer que las personas actuarán en base a la idea que mueve la iniciativa y a la mejor intención detrás de ella; sin embargo, la evidencia de estudios, cátedras y vida real es abrumadora para mostrar que usualmente la gente responde de otra manera, a partir de sus vivencias y de las señales que se le entregan.

El tema electoral es sin duda uno de los puntos que mejor lo ilustra. Es difícil pensar en una Convención Constitucional tan radicalizada sin dos innovaciones críticas acordadas en su proceso previo: permitir que los movimientos independientes pudieran formar pactos con bajísimos requisitos, e incluir escaños indígenas con una representación base por pueblo. Es probable que, sin esas dos innovaciones, la mayoría formada hubiera estado lejana de los fuertes dos tercios que se exigía como quórum, lo que hubiera obligado a negociar. Y la polarización actual de la política le debe mucho al cambio a un sistema proporcional que permite diputados electos con bajísimos porcentajes en sus distritos, lo que incentiva estrategias de hablarle a nichos específicos y no al público general.

Pero está lejos de ser el único caso. Con cancha completamente abierta para iniciar una amplia reforma educacional prometida por programa, el gobierno de Michelle Bachelet decidió en 2014 guiarse por el impulso de Revolución Democrática y grupos de interés que apuntaron como el primero de los problemas la selección en los establecimientos, convirtiendo insospechadamente a los liceos emblemáticos en el ojo del huracán. Los artículos de esa época lo evidencian: cuestionamientos a aceptar alumnos de otras comunas, desvalorización del mérito de los estudiantes atribuyendo ampliamente los puntajes de los colegios a la mera selección, y predominio de un denominado “efecto par” por el que, en la práctica, estos liceos tradicionales emblemáticos se convertían en detractores de los colegios más pequeños al extraerle sus mejores alumnos.

¿Existía la necesidad de partir por ahí? Es una de las grandes preguntas: de nuevo, no existe contrafactual, pero al menos aparece una idea: una estrategia que relevara el orgullo por los liceos emblemáticos como buque insignia de la mejor educación pública y que fuera punta de lanza para probar nuevos modelos que se expandieran al sistema. Esto no ocurrió. Pese a un debate fuerte y con importante rol de exalumnos y exalumnas que logró mitigar las ideas originales, la sensación de que existía “alguna trampa” en estos colegios y sus logros se extendió, y el declive que ya venían mostrando se acrecentó hasta incluso ser una punta de lanza de las movilizaciones previas al estallido de octubre de 2019.

En los próximos meses, veremos varias iniciativas que van al corazón de nuestro sistema: no sólo el plebiscito constitucional, sino las reformas de pensiones y tributaria y una muy posible y necesaria reforma de salud. Bien haríamos en evaluar esto desde el test más ácido posible, poniéndonos en qué puede pasar desde escenarios que quizás no compartimos. No será suficiente, pero al menos nos puede empezar a abrir un camino hacia políticas públicas donde el peso de la evidencia y el monitoreo constante de los efectos esté en el centro del debate.

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