Por Jorge Fábrega
Los procesos de polarización política son de lenta gestación y arrastran a las democracias por un camino de creciente inestabilidad política. Por ejemplo, en Tailandia, el ascenso al poder de Thaksin Shinawatra el 2001 dio pie a una creciente división entre la nueva élite que él encabezada y las tradicionales que terminaron en un caos y una violencia que recién empezó a amenguar el 2019 (aunque la estabilidad política sigue siendo precaria desde entonces). En ese largo proceso, la democracia tailandesa se quebró no una sino dos veces (2006 y 2014), viviendo el país ocho gobiernos diferentes y cuatro cambios constitucionales entre el 2001 y el 2019.
Naturalmente esas crisis son fáciles de observar cuando finalmente estallan, pero su gestación parte mucho antes, cuando las élites políticas evidencian crecientes dificultades para llegar a acuerdos sobre temas fundamentales. Por ejemplo, en Estados Unidos, la Ley de Cuidado de Salud a Bajo Precio, conocida como Obamacare, no contó nunca con apoyo bipartidista. Por eso, al llegar al poder el 2017, Donald Trump intentó varias veces derogarla sin éxito y desde entonces en un tema emblemático de división política tanto de las élites como de la opinión pública norteamericana y número fijo a la hora de definir posiciones en las campañas electorales. Lo que frente a alternancias en el poder conlleva incertidumbre creciente sobre el sistema. En gobiernos demócratas se intentará profundizarla; y en gobiernos republicanos, reducirla. Pero si ninguno tiene votos suficientes y debido a la polarización creciente, el resultado será un estancamiento de las políticas públicas en la materia y, a falta de soluciones, un creciente descontento ciudadano.
Cuando las élites no llegan a acuerdos en temas fundamentales, la población se desencanta y los líderes se quedan sin herramientas para solucionar conflictos. Por ejemplo, el acuerdo de paz en Colombia el 2016 fue aprobado en el congreso colombiano, pero fue rechazado por la población en las urnas. Algo similar sucedía ese año con el Brexit en Inglaterra. Asimismo, la alta polarización ciudadana generó en España el referéndum de independencia de Cataluña al año siguiente. En cada uno de estos casos, diferencias que eventualmente parten entre las élites, permean en la ciudadanía y se radicalizan, profundizando las desconfianzas mutuas a todo nivel e inhibiendo la cooperación y el compromiso.
Chile ha estado inmerso en un proceso político y social donde cada uno de esos elementos ha estado presente en alguna medida: polarización en las élites, dificultades de éstas para llegar a acuerdos e incipiente polarización ciudadana. Trazas de la polarización política en Chile ya eran observables a mediados de la década del 2000 (más detalles: aquí y aquí) y sólo han crecido desde entonces. El ejemplo más emblemático y duradero de las dificultades de las élites políticas chilenas para llegar a acuerdos sobre aspectos fundamentales es el caso de las pensiones, pero lo mismo cabe decir sobre la última elección presidencial (ver aquí), en proceso constituyente del 2021-2022 (aquí) y el actual proceso que culmina a fines de año (aquí). El estallido social impregnó, en sus momentos más álgidos, trazas de polarización a nivel ciudadano, pero afortunadamente estos todavía son de baja intensidad relativa, encapsulados territorialmente y, esencialmente, amplificados por las redes sociales. El descontento ciudadano sigue estando circunscrito a una crítica hacia las élites de todo tipo (aquí) y, por ende, la continuidad de fracasos de las élites políticas para llegar a amplios acuerdos sólo va horadando su propio futuro.
Los procesos de polarización política no se acaban por decreto. O una crisis termina dando hegemonía a uno de los bandos en disputa o, la incapacidad de estos bandos de acordar un set de mínimos abre el camino para el surgimiento de liderazgos imprevistos fuera de ellos. Las posibilidades de que esto último suceda en Chile son altas. Un estudio de Datavoz de pronta publicación (ver más aquí) que indaga en quiénes tienen en mente los ciudadanos cuando piensan en líderes políticos arroja una alta dispersión de nombres. En una serie de encuestas mensuales a aproximadamente 1000 personas, éstas mencionan sistemáticamente más de 160 líderes diferentes. Lo que pone de manifiesto una alta dispersión y volatilidad de liderazgos en la percepción de los potenciales votantes.
La polarización política, una vez arraigada en la cultura política de un país, se convierte en un obstáculo formidable para la gobernabilidad y la estabilidad democrática. Desde Tailandia hasta Estados Unidos, pasando por Colombia, Reino Unido, España y Chile, la incapacidad de las élites para llegar a consensos en temas fundamentales ha erosionado la confianza pública y ha allanado el camino para el surgimiento de liderazgos populistas que capitalizan el descontento ciudadano. En un mundo cada vez más interconectado, pero también más dividido, la lección es clara: el impacto de la polarización puede ser tanto más destructivo cuanto más se ignore. En un contexto de baja confianza en los partidos políticos, la diversidad de liderazgos políticos en el radar ciudadano es un síntoma que se agrega al proceso de polarización y erosión de las confianzas que torna más probable la emergencia de alternativas fuera del sistema. En este contexto, la responsabilidad de las élites políticas no es solo reconocer la gravedad del problema, sino también actuar de manera decidida para restaurar la confianza, ceder para lograr acuerdos sobre mínimos compartidos e impulsar estabilidad antes de que sea demasiado tarde.