Por: Victor A. Dumas
La semana recién pasada se cumplió el 14° aniversario del terremoto de Cobquecura (2010) y el 39° del terremoto de San Antonio (1985), ambos sismos los de mayor destrucción y pérdida de vidas humanas desde el terremoto y maremoto de Valdivia (1960) y el de Chillán (1939). La cercanía a ambos aniversarios me ha hecho recordar la parábola de las vírgenes necias y las prudentes, y la tensión entre estar preparados (o prevenir), versus la capacidad de reaccionar (responder) ante una situación de emergencia.
A lo largo de la historia de Chile, los desastres naturales, en especial aquellos que han afectado a zonas de alta densidad poblacional, han resultado en importantes cambios de política pública. Tras el terremoto de Chillán (1939) el Pdte. Pedro Aguirre Cerda promulgó la Ley Nº 6334, de “Reconstrucción y Auxilio y Fomento de la Producción” que creó la “Corporación de Reconstrucción y auxilio a los damnificados del terremoto”. Esta institución existió hasta 1953 cuando fue fusionada con otras entidades públicas para crear la Corporación de la Vivienda (CORVI), antecesora del actual Ministerio de Vivienda (MINVU) y la CORFO. Ambas entidades fueron clave en la reconstrucción tras el terremoto de Valdivia (1960), pero en “tiempos de paz” fueron evolucionando hacia un rol y funciones más permanentes y dejando de lado aspectos vinculados a la emergencia (las vírgenes se fueron quedando dormidas mientras esperaban la llegada del novio).
El terremoto de San Antonio (1985) nos pilló con una institucionalidad de papel. La ONEMI, creada por Decreto Ley en 1974 no contaba con el personal, capacidades mínimas y presupuestos necesarios cuando ocurrió el terremoto de 1985. Tras el sismo, y durante las dos décadas siguientes, la ONEMI se avocó a la respuesta ante la emergencia (sismos menores, inundaciones, incendios, etc.) ignorando por completo los aspectos preventivos asociados a los desastres naturales. Esta carencia quedó de total manifiesto tras el sismo de Cobquecura (2010).
Quizás el único ejemplo de “vírgenes prudentes” en nuestra historia republicana, se produjo tras el sismo de 1939 y que resultó en la elaboración de estándares antisísmicos y su inclusión en la Ordenanza General de Urbanismo y Construcción (OGUC). Los primeros estándares antisísmicos fueron incluidos en la OGUC en 1949 y posteriormente modificados en 1960 tras el terremoto de Valdivia. El estándar antisísmico introducido en 1949 y sus numerosas actualizaciones son, probablemente, la política pública que más vidas ha salvado en la historia de Chile.
En julio de 2021, y más de 10 años después del ingreso del proyecto de ley en el Congreso, se promulgó la Ley 21.364 que establece el sistema nacional de PREVENCION y respuesta ante desastres y que crea el Servicio Nacional de PREVENCION y Respuesta ante desastres (SENAPRED). Esta institución reemplazó a la ONEMI, y la ley le asignó un número de atribuciones y facultades asociadas a la prevención y a la mitigación de riesgos asociados a desastres naturales. Me parece que esto es, sin lugar a dudas, una buena noticia y un paso en la dirección correcta.
Con todo sospecho que la creación de hábitos y conductas propias de una “virgen prudente” son complejas, toman tiempo y requieren de mucho más que un cambio legal o de nombre. Hoy, y aunque no sabemos ni el día ni la hora, creo que no estamos lejos de descubrir si, institucionalmente hablando, hemos incorporado o no los hábitos y conductas propias de las vírgenes prudentes.