Por Sebastián Rivas, Director de Incidencia de Pivotes
Será el tema de este año, de los que vienen y uno de los elementos que más nos impactará en nuestras vidas. Pero entremedio de los debates cotidianos, de las necesidades inmediatas y de las contiendas políticas, el rol de la inteligencia artificial en nuestra sociedad y las definiciones que deberán tomar las políticas públicas son el debate ineludible que se nos aparecerá.
Las preguntas son infinitas. Para un ejemplo, Hollywood: si hoy las asociaciones de guionistas y de actores están en el primer paro conjunto en más de 60 años, es entre otras cosas porque los avances de la inteligencia artificial hoy se asemejan a las películas de ciencia ficción. Un escenario plausible es que un estudio contrate a un actor para un par de jornadas de trabajo, haga todos los escaneos posibles de su imagen y cuerpo, y luego utilice esa información para hacer películas completas sin que se requiera su participación. No sólo es el pago específico, sino la propiedad intelectual: ¿podría ser esa imagen reutilizada sin consentimiento? ¿Bajo qué parámetros, y quién lo supervisa?
Cuando trasladamos el debate a las políticas públicas, las complejidades aumentan. ¿Podría la inteligencia artificial anticipar escenarios a partir de análisis -como, por ejemplo, posibilidades de que ocurra un crimen-, y cuánta credibilidad le daríamos? ¿Quién controla y organiza las enormes cantidades de datos e información que se generan día a día, por ejemplo, en las cámaras de seguridad de las instituciones públicas? ¿Qué posibilidades tienen los ciudadanos de saber con qué información de ellos cuenta el Estado, y en qué otras bases de datos aparecen?
Las respuestas no son triviales, porque de fondo no sólo hay una amenaza, sino una promesa: la inteligencia artificial puede acelerar radicalmente la manera en que buscamos soluciones a problemas de vida o muerte. Por ejemplo, en la medicina, el análisis de la información disponible para enfrentar ciertos tipos de cáncer usando IA ha demostrado que permite mejorar las potencialidades de diagnósticos precoces y tratamientos efectivos. En términos cotidianos, la posibilidad de simplificar a segundos procesos que antes demoraban minutos u horas con precisión cada vez mayor -como la transcripción de audio, por poner un cotidianísimo ejemplo periodístico- hace que las mejoras tecnológicas impliquen en menos desgaste en tareas mecánicas, y más tiempo para agregar valor.
Y si bien una de las características de la innovación tecnológica es que siempre va delante de las regulaciones y de la velocidad con la que pueden responder a ella los entramados institucionales, la vertiginosa explosión de la IA hace que países como Chile deban tomar muy en serio el incluir este tema como parte de sus debates de política pública. Las oportunidades y riesgos son de tan magnitud, y tan ineludibles, que se esperaría una mayor proactividad desde el Estado para abordar en una discusión pública de la sociedad la manera en que nos relacionaremos con estas tecnologías. Sólo como una muestra, más allá del debate sobre cómo se conformó la Comisión contra la Desinformación, sería iluso pensar que en la campaña política de 2025 no circularán fotos, audios y videos de candidatos diciendo cosas que nunca dijeron, con una calidad que los va a hacer casi indistinguibles de lo verdadero, y que pueden ser riesgos para la democracia. ¿Alguien regulará y sancionará esas conductas? ¿Se exigirá un mensaje que identifique cuando un producto de este tipo sea hecho con IA?
Quizás el debate más relevante que se está dando en estos momentos, y que corre muy bajo el radar, es el de la una Política Nacional de Inteligencia Artificial. Sin que sea un tema que dé particulares réditos políticos, los lineamientos que se generen desde ahí pueden impactar de manera muy directa en nuestra sociedad. Una discusión artificial, literalmente, con un efecto directo en nuestras vidas.
