Hace poco publicaste junto a otros investigadores algunos datos sobre sesgos en la creencia de teorías conspirativas según nivel socioeconómico. ¿Por qué crees importante hacer este análisis?
Creo que es importante por varias razones. El primer lugar porque es un fenómeno que ha ido tomando relevancia en el mundo, principalmente con el surgimiento de fuerzas populistas de ultraderecha, con la negación de que el cambio climático se deba a la acción de los humanos y, más reciente, al rol que han tenido diversos movimientos antivacunas en el tratamiento del Covid.
Creo, además, que al mirar este tipo de actitudes y preferencias desde el lente del análisis de clase y variables socioeconómicas, desnuda una serie de conflictos sociales mucho más profundos que se relacionan con la confianza en las instituciones, la forma en que esas instituciones tratan a las personas, y las experiencias diarias con la generación de conocimiento.
Lo otro importante es que hablamos mucho sobre la producción y los procesos de distribución de información falsa y teorías conspirativas, pero tenemos pocas herramientas para analizar cómo estas teorías son recibidas e incorporadas por la ciudadanía. Ahí hay una brecha importante en la investigación académica que he querido abordar en mi agenda.
¿Cuáles son las primeras hipótesis que surgen para explicar los resultados?
La hipótesis más tradicional es una relacionada a educación y recursos cognitivos. Esta es, quizás, la que se ha discutido más en la literatura y se refiere a la idea que la desinformación y la tendencia a creer en teorías conspirativas están relacionadas con los niveles de educación de las personas. Así, la descripción de la relación sería bien lineal, donde a mayor educación, más resistencia a este tipo de informaciones. En un trabajo sobre desinformación y populismo que publicamos el año pasado junto a otros investigadores, mostramos que ese vínculo no es tan claro. Hay una cierta correlación, pero la verdad es que su poder explicativo es bajo.
Hay otras teorías que se refieren a los rasgos de personalidad y que, aunque no testeamos en la encuesta en Chile, sí aparecen de forma más clara cuando uno analiza datos del British Election Study.
Finalmente, y creo que es la hipótesis que más me convence en el caso chileno, hay un tema que tiene que ver con la experiencia con la institucionalidad. Es decir, las personas tienden a confiar menos en los «relatos oficiales» porque aprenden a desconfiar de las fuentes de esos relatos. Si las personas han sufrido abusos del Estado o las empresas, tienen menos razones para creer las versiones de esas instituciones.
Yo no estaba tan consciente de esta hipótesis al momento de juntarnos a diseñar la encuesta, pero se me hizo más evidente en la medida en que me fui involucrando al trabajo de colegas en Queen Mary tratando de entender las diferencias en aceptación de las vacunas por Covid-19 en distintos grupos étnicos en el Reino Unido. Aquí vemos que más de la mitad de la población negra ha mostrado reticencia a la vacuna y se han vacunado en tasas aún menores en comparación a la población blanca. La información cualitativa ha permitido mostrar que las motivaciones tienen que ver con los distintos abusos que personas negras han sufrido en el servicio de salud y en el racismo estructural del Estado. Hay incluso algunos que tenían miedo de que se estuviese ocupando a la población negra como conejillos de indias, algo que está alimentado por los relatos de los experimentos de Tuskegee hasta fines de los 70, o incluso por las declaraciones de políticos franceses que propusieron testear la vacuna en África antes de enviarla a Europa.
Si tomamos estos antecedentes con lo que ya sabemos sobre abusos y desigualdad en chile (por ejemplo el libro del PNUD al respecto), entonces la hipótesis parece más razonable. La clase social chilena es un buen predictor de cómo te tratan las instituciones. Si tomamos esos dos antecedentes, podemos elaborar una hipótesis sobre por qué personas de estratos socioeonómicos más bajos tienen mayor recepción a este tipo de información.
También encontraron resultados interesantes respecto de la valoración de la democracia. ¿Cuáles son las consecuencias de estas diferencias?
Yo creo que en este caso se mezcla algo parecido a lo de confianza institucional que mencionaba, además de la relación entre expectativas y satisfacción. Por ejemplo, vemos que los niveles de preferencia por la democracia en Chile están en niveles más altos que de costumbre, sobre todo después de los eventos de octubre de 2019. Además, eso se refleja en algunos índices sobre niveles de democracia que, con sus fallas, incorporan la protesta como un indicador de una democracia sana.
Pero, esto está cruzado con la experiencia y las necesidades inmediatas. Por eso observamos diferencias en la forma en que las personas responden sobre qué tanto estarían dispuestas a sacrificar para mejorar su calidad material de vida. Es una relación directa con la experiencia de una democracia que puede hacerles sentido en lo discursivo (aunque cada vez menos), pero que tiene poco resultado percibido en términos de beneficios materiales. Es como el eterno dilema del mejoramiento de los indicadores macroeconómicos o agregados, pero un empeoramiento de la experiencia individual.
Las consecuencias son más complejas en el largo plazo, creo. Principalmente porque no tenemos en Chile, hoy, una amenaza directa a nuestro sistema democrático. Si hubo esa amenaza después del 18 de octubre de 2019, creo que se desactivó y que hoy estamos en medio de un proceso constituyente que busca reafirmar ese sistema (o algún sistema dentro del abanico de la democracia) y no reforzar mecanismos autoritarios. Pero las instituciones son tan fuertes como la fuerza que tienen sus normas informales y su legitimidad. Si el proceso constituyente diseña instituciones maravillosas pero que no cambian las prácticas concretas de nuestra democracia, entonces este sentimiento puede pasar de una declaración en una encuesta a una acción. Ese es el riesgo.
Una explicación alternativa a que la diferencia provenga de diferencias en el nivel socioeconómico, es que refleje diferencias más estructurales, como la condición de migrantes, baja calidad educacional, ruralidad, u otras, que eventualmente estén correlacionadas con los ingresos. ¿Ves alguna consecuencia diferente si es que estas fueran las fuentes de las diferencias?
Yo estoy bien convencido de que las explicaciones meramente individualistas o puramente institucionales siempre son incompletas. Los agentes toman decisiones dentro de los marcos que les permiten las estructuras, pero el principal problema es que esas estructuras no son las mismas para todos. Los ejemplos que mencionas son claves.
Déjame partir con los inmigrantes, porque es una realidad que me ha tocado vivir y que, además, creo que es bastante ignorada en Chile. Ser inmigrante en nuestro país es muy difícil, incluso comparándolo con la experiencia que tienen muchos migrantes en otros países que son conocidos por su hostilidad. La principal razón es que el marco institucional y las prácticas discursivas e informales de la autoridad han creado un clima hostil. Desde conseguir un carné de identidad (que es indispensable en Chile) hasta regularizar las visas, todo es un trámite eterno, hay tratos indignos y, además, se vive con el creciente racismo y xenofobia del país. Todo eso mientras nuestra constitución declara igualdad de derechos y permite el derecho a voto a extranjeros.
Si escudriñamos un poco más, vemos que situaciones como estas aumentan en la medida que la vida cotidiana de las personas depende de otras instituciones, como el Estado o las empresas. El mito fundacional chileno, desde Portales, es uno de que las instituciones son ciegas ante las diferencias individuales de las personas, pero la verdad es que tenemos ejemplo de sobra que no es así.
Entonces, hay una mezcla entre la forma en que las personas se relacionan con las instituciones y cómo eso modela su respuesta sobre la importancia de esas mismas instituciones en el tiempo. Es un círculo que, hoy, es vicioso.
Al leer las preguntas que hicieron en la encuesta, es fácil pensar en fenómenos como Trump o versiones de izquierda y derecha en Chile de populismo que exploten estas creencias para obtener réditos políticos. ¿Estamos mal aspectados en este sentido?
No me atrevo a plantear que puede pasar en el futuro, mi trabajo se enfoca más en la explicación que en la predicción. Lo que sí puedo decir es que me sorprende que, dadas las condiciones en Chile, la demanda por líderes o partidos populistas no sea más alta. Quizás es algo que debiera responder Cristóbal Rovira, quién lidera la encuesta y es uno de los expertos mundiales en el tema, pero la verdad es que los liderazgos populistas en Chile no han tenido mucho éxito recientemente.
Aquí quiero hacer la distinción entre populismo y demagogia. Entre algunas personas, principalmente economistas, hay una confusión entre la demagogia, entendida como un manejo irresponsable de las arcas fiscales, y el populismo. Esta confusión se arrastra desde los 90, y tiene parte de su origen en un par de publicaciones de Sebastián Edwards. Rovira escribió hace unos años un muy buen texto en el que explica el origen y los riesgos de esta confusión. El populismo es algo distinto y se relaciona con la forma en que se entienden las élites y la voluntad del pueblo. Para algunos, como Rovira y Mudde, se trata de una ideología parasitaria que puede darse de izquierda o derecha, mientras que otros lo reivindican como un proyecto político que democratiza el poder, como lo plantean Mouffe y Laclau.
Creo que, hasta ahora y desde el retorno a la democracia, Chile se ha salvado de tener liderazgos populistas exitosos. El libro de María Esperanza Casullo sobre el tema nos puede dar algunas pistas, pero creo que sigue siendo un dilema el por qué el país ha mantenido niveles más bien bajos de proyectos y preferencias populistas, dadas las condiciones estructurales que enfrenta. Quizás tiene que ver con un problema de oferta política, en la que los actores políticos actuales están demasiado desprestigiados para promover un discurso de ese tipo. El surgimiento de Pamela Jiles es un buen test a esta hipótesis.
También queda la idea de que es más fácil explotar «políticas de identidad» entre grupos con creencias «especiales» similares. ¿Ves una relación? ¿Es posible que con nuestro sistema electoral actual, se potencie este tipo de efectos?
Quiero cuestionar el supuesto de esa pregunta. ¿De qué hablamos cuando decimos «políticas de identidad»? En general, se ocupa ese término para referirse a los intereses colectivos de ciertos segmentos de la población que son usualmente excluidos o reprimidos: mujeres, personas LGBTQ, minorías étnicas, etc. Si eso es así, entonces ¿qué sería lo que no cabe en la descripción de políticas de identidad? En el fondo, esa denominación se ocupa para describir todo lo que no cabe dentro de los intereses de segmentos de la población que ostentan más poder (hombres, blancos, heterosexuales, de altos ingresos, etc.). Cuestiono el concepto porque la calificación no es políticamente neutra.
Ahora, eso no niega que hay intereses específicos que se relacionan con cada grupo. El punto es que esos grupos no son homogéneos ni tampoco mutuamente exclusivos. Los colectivos feministas no sólo representan a mujeres heterosexuales, o no migrantes. Hay diferencias de clases entre personas LGBTQ, y así. Yo creo que hay posibilidades de que haya personas que busquen explotar las diferencias como una forma de obtener réditos políticos, pero no creo que sea sin resistencia de esos mismos grupos.
Sobre el sistema electoral, creo que la discusión es más compleja. He visto varias personas, sobre todo en espacios de élite y dentro de la derecha, criticando el sistema proporcional que se implementó el 2017. La principal crítica pareciera ser que habría abierto espacio a sectores más extremos y aumentado la polarización (o disminuido la moderación). Sin embargo no veo dónde está esa evidencia. Lo que sabemos sobre la polarización de nuestras élites políticas es que lleva mucho más tiempo que desde la última reforma electoral y esa tendencia no ha aumentado de forma significativa o con una tendencia aún más fuerte. Por otro lado, lo que sí ha aumentado es la distancia entre la élite y la ciudadanía, y eso es lo que muestra la encuesta.
Uno de los principales problemas que tenemos es la crisis de expectativas entre lo que la política promete y lo que la política puede entregar. Antes Chile excluía a grandes sectores políticos con un sistema que generaba resultados similares a un sistema mayoritario. Ahora el sistema los incluye, pero nos dimos cuenta que el problema se trasladó al sistema de gobierno, donde la diversidad representada en el Congreso (este es el congreso más diverso desde el retorno a la democracia) choca contra un sistema presidencial que le entrega todo el Ejecutivo a un sector político. Antes la frustración se daba por la exclusión de ciertos sectores en el debate político. Hoy vemos que esa frustración se refiere a la poca posibilidad que tienen todos los sectores políticos para llevar adelante sus agendas.