Por María José Abud.
De acuerdo con el INE, durante noviembre del 2024 ocurrieron 10.185 nacimientos, continuando con la preocupante tendencia a la baja. La tasa de fecundidad, que corresponde a la cantidad promedio de hijos por cada 1.000 mujeres en edad fértil, es de 1,3 hijos. Esta cifra es la más baja registrada y nos sitúa entre los países con una caída de natalidad más rápida en el tiempo.
La caída en la natalidad es motivo de preocupación por sus profundas consecuencias en la economía y la sociedad. Actualmente, estamos por debajo de la tasa de fecundidad de reemplazo generacional que considera la OCDE, la cual es de 2,1 hijos promedio por mujer. Entre las repercusiones, un menor número de nacimientos conlleva un envejecimiento acelerado de la población, lo que afecta la capacidad de sostener y financiar los sistemas de seguridad social debido a la reducción de la fuerza laboral. Además, incrementa los desafíos asociados al cuidado de adultos mayores, donde la demanda supera ampliamente la oferta de servicios de cuidado.
Las razones detrás de esta tendencia son diversas. Uno de los principales cambios ha sido que el tener hijos ha pasado de ser una imposición cultural a una decisión personal. Desde la década de los 60, con el descubrimiento de la píldora anticonceptiva, las mujeres han podido planificar la llegada de sus hijos, lo que también les ha permitido estudiar y trabajar más. Según la Encuesta Bicentenario 2024, en Chile el 66% de las personas cree que tener más hijos dificulta que las mujeres trabajen, y un 56% opina que los hijos son difíciles de mantener. Cabe destacar que, aunque el promedio deseado de hijos es de 2,43, esta cifra supera ampliamente la tasa de fecundidad real, lo que sugiere que las personas tienen menos hijos de los que desean debido a las barreras existentes.
Para revertir esta preocupante tendencia, es urgente analizar las barreras que limitan la maternidad y restringen la decisión de tener hijos. Una de estas barreras es la política laboral y social, que no ha generado las condiciones necesarias para que las mujeres puedan tener hijos sin que esto afecte significativamente su desarrollo profesional. Tal como lo destacan Contreras, Muñoz y Otero (2023),la trayectoria laboral de hombres y mujeres es similar hasta nueve meses antes del nacimiento del primer hijo. Sin embargo, 20 meses después del nacimiento, la brecha de empleabilidad entre hombres y mujeres asciende a 15 puntos porcentuales, una distancia que no se cierra con el tiempo. En la misma línea, Goldin, Pekkala y Oliveti (2022) evidencian que, tras la llegada de los hijos, las mujeres experimentan una disminución permanente en sus ingresos, mientras que los hombres ven una mejora sostenida en los suyos. Así, mientras las mujeres sacrifican su carrera y sus ingresos, los hombres son premiados en el mercado laboral al crecer sus familias.
Para cambiar este escenario se requiere redistribuir los costos de los hijos entre mujeres y hombres. Una reforma fundamental es modificar el sistema de sala cuna para que deje de penalizar la contratación de mujeres. Además, la flexibilidad laboral es esencial para promover la corresponsabilidad y facilitar la conciliación entre la crianza y el trabajo remunerado. Por otro lado, mejorar la calidad de la educación preescolar es necesario para generar mayor confianza en el sistema. En definitiva, es necesario repensar nuestras políticas públicas desde una perspectiva que incentive la maternidad en lugar de castigarla, como ocurre actualmente.