Autora invitada: María Luisa Vergara A.
En octubre de 2018, una candente polémica se instaló en el sector de la cultura en Chile. El presupuesto 2019 para el recientemente creado Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, alrededor de un 4% superior respecto de su versión de 2018, presentaba una reducción del 30% en los fondos que se entregaban por asignación directa a seis emblemáticas instituciones culturales del país: El museo Violeta Parra, el (casi nuevo) Teatro Regional del Bío Bío, Matucana 100, la Fundación Teatro a Mil, el Museo Precolombino y Balmaceda 1215. Una activa lucha en el congreso por parte de esas instituciones y sus adherentes, y el revuelo mediático -y quizás intelectual- que causó la medida (ver columnas y cartas en el diario El Mercurio de Cristián Warnken, Sergio Urzúa, Luciano Cruz Coke, Carlos Aldunate y Pedro Gandolfo, entre otras), significó que a mediados de noviembre los fondos fueran restituidos y el presupuesto se presentara sin recortes para 2019. La polémica giró principalmente en torno a la discrecionalidad en la asignación de dichos fondos, pero más allá de ese punto, volvió a poner en el tapete la pregunta acerca de la necesidad de apoyo público a las artes y la cultura y la búsqueda de una manera idónea de hacerlo.
La pregunta sobre el financiamiento público del sector cultural no es una nueva. De hecho, ha sido un tema tratado por grandes pensadores de la economía, como el mismísimo Keynes (quien apoyaba la idea), y se encuentra en la base de lo que se conoce actualmente como la Economía de la Cultura. Es más, el dilema que se ha establecido como hito fundacional para dicha disciplina, propuesto a mediados de los años 60 por William Baumol y William Bowen, y que posteriormente se llamó La Enfermedad de los Costos, plantea que las artes escénicas presentan ciertas características en su producción, que las llevaría eventualmente a depender del financiamiento estatal (o de terceros) para poder sobrevivir y seguir existiendo para la posteridad.
¿Por qué es el financiamiento un tema tan fundamental para este sector y para su estudio desde la economía? Principalmente porque los bienes y servicios culturales poseerían ciertas características que ponen en entredicho las posibilidades de que ellos puedan operar en mercados competitivos, e incluso cuestionan la posibilidad de aplicar la racionalidad económica tradicional para su análisis.
En primera instancia, muchos de los bienes y servicios pertenecientes al sector de la cultura poseen características de bienes públicos (es decir no son rivales ni excluyentes en su consumo) y/o producen externalidades positivas. Estas condiciones, consideradas fallas de mercado, provocarían que un equilibrio privado de mercado no nos lleve a una óptima provisión del bien y, por ende, se deban buscar alternativas que sí lo hagan.
Asimismo, es aceptado que muchos de los bienes y servicios de este sector, en particular los asociados al patrimonio, por ejemplo, poseen importantes valores de no-uso (valor de legado, valor de altruismo, opción y/o existencia), que hacen difícil la creación de mercados en donde se pueda medir de manera adecuada la disposición a pagar de los individuos por que ellos existan.
En este sentido, la idea del valor ha sido un tema de cuestionamiento frecuente en la Economía de la Cultura; en particular la pregunta de si existe algún valor –cultural–que se pueda escapar del valor económico, medido como la disposición a pagar por bienes y servicios. Y si es así ¿por qué? Y esto ha abierto también otras interrogantes: ¿siguen las preferencias por bienes y servicios culturales los mismos patrones de comportamiento que hemos supuesto para otro tipo de bienes? En particular ¿son estables?¿podemos considerarlas como exógenas? Los estudios para el sector parecieran opinar que no: el valor cultural de los bienes y servicios podría no ser capturado en su totalidad por el valor económico de los mismos y el gusto por ellos pareciera ser acumulativo, por lo que su tasa de consumo aumentaría con el tiempo y la exposición a los mismos (Ver Throsby, 2001[1]; Palma y Aguado, 2010[2]).
Un último cuestionamiento importante tiene que ver con las condiciones en las que se producen muchos bienes y servicios del sector. En particular, pareciera ser que los productores creativos no buscan necesariamente maximizar la ganancia monetaria, y en muchas ocasiones, el precio al cual pueden vender sus bienes y servicios juega un rol menor en la forma en que asignan sus recursos; lo que lleva a replantearse la manera en que se analizan los mercados del trabajo para este sector.
Con todo, las particularidades del sector cultural (artístico, de la cultura, de la creatividad) nos abre interesantes preguntas sobre, no sólo, cómo aplicar el razonamiento económico a su análisis y comprensión, si no que también –en un contexto en donde la evaluación económica pareciera tener la voz y el voto– acerca de cómo construir mejores y más atingentes políticas públicas. Políticas que permitan al sector florecer en medio de las exigencias del entorno, al mismo tiempo que extender el acceso y la participación de los diversos grupos de la población en el mismo.
[1] Throsby , D. (2001), Economics and Culture. Cambridge University Press.
[2] Palma, L.A. y Aguado, L.F. (2010), “Economía de la cultura, Una Nueva Área de Especialización de la Economía”. En Revista de Economía Institucional, vol. 12, nº 22, primer semestre/2010, pp. 129-165. Disponible en: https://www.economiainstitucional.com/pdf/No22/lpalma22.pdf. Último acceso en Marzo de 2019.