“Y entonces apareció Romer. Era un muchacho delgado, con un mechón rebelde que le caía sobre los ojos y una sonrisa irónica que, según algunos, buscaba remedar la de nuestro profesor George Stigler (…) Sus intervenciones eran brillantes y tremendamente originales. Paul casi nunca quedaba satisfecho. Volvía a la carga con una interrogante aún más profunda y difícil”.
Así presentaba Sebastián Edwards, economista, escritor chileno y profesor en UCLA, en su columna de opinión en La Tercera, a Paul Romer, su compañero del doctorado en Chicago, actual profesor de la Universidad de Nueva York, ex – economista jefe del Banco Mundial y reciente premio Nobel de economía.
Romer obtuvo el máximo reconocimiento por sus contribuciones al estudio del crecimiento económico, en particular por el desarrollo de una teoría de crecimiento endógeno, en la que juegan un papel clave la innovación y los derechos de propiedad. Para entender su contribución es necesario comprender el contexto de aquel momento.
En los modelos neoclásicos de crecimiento utilizados en economía, un punto de partida usual es el modelo de Solow, el que señala que el crecimiento depende de una función de la fuerza laboral y el capital físico instalado. Además, hay un componente conocido de la función como “residuo de Solow” (o productividad total de factores), que consisten en aquellas variables adicionales que pueden incidir en crecimiento y que no son explicadas por capital ni por el trabajo, tales como educación, innovación, tecnología, sólo por mencionar algunas.
Sin embargo, una gran limitación del modelo de Solow es entender cómo se comporta “el residuo”, que usualmente se asume exógeno y por ende fuera del alcance de las propias variables del modelo. En ese sentido, los países dejaban de depender de sus propias decisiones, lo que carece de intuición, y por otro lado la evidencia empírica mostraba un ritmo creciente en el crecimiento económico en el largo plazo, lo que era contradictorio con el rendimiento marginal decreciente de los factores de producción, debido a que, según esta teoría, los países alcanzarían un “límite de crecimiento” el que sería inevitable a pesar de todos los esfuerzos por evitarlo.
Así, la interrogante que motivaría su investigación sería, ¿qué explica el crecimiento de los países en el largo plazo?
Romer, en su tesis de doctorado en la Universidad de Chicago en 1986, desarrolló su primera versión del modelo de crecimiento endógeno[1]. Ésta parte con la revisión de una serie de hechos estilizados, en los que comenzó a estudiar la relación entre el capital humano – entendido como educación e innovación fundamentalmente – con las tasas de crecimiento de largo plazo, determinando que la mayor acumulación de capital humano parece tener efectos positivos en las tasas de crecimiento de largo plazo, a diferencia de los factores de capital y trabajo, que solamente tenían efectos parciales en el ciclo económico de corto plazo. Esta idea sería explorada más a fondo por Robert Lucas, su profesor guía, publicando sus aportes en 1988[2] y recibiendo el premio Nobel en 1995.
En efecto, Romer explicaba que, a pesar de que los factores de producción rindieran cada vez menos a medida que se acumulaban, el componente tecnológico hacía que su efecto se incrementara en el tiempo. Así, la diferencia clave era que ya no se hablaba de un residuo, sino que esta variable correspondía a una decisión de la economía, en ese sentido, los países pasaban a ser “dueños” de su destino.
Una vez respondida -en parte- la interrogante, la conclusión era obvia, ¿por qué entonces los países no invierten más en tecnología, innovación y capital humano? O bien, en caso de que lo hicieran ¿por qué sus esfuerzos no rinden frutos? Por lo tanto, este se convirtió en su siguiente paso. Durante sus años como profesor en la Universidad de Rochester, Romer extendió su investigación, esta vez para explicar los determinantes del factor tecnología, volcando su respuesta hacia los derechos de propiedad, en especial la propiedad intelectual.
En una primera instancia, Romer se inclinó a explicar cómo un buen sistema legal que asegurara la estabilidad política y los derechos de propiedad podría favorecer el crecimiento de largo plazo, usando como ejemplos a Taiwán, la isla Mauricio en África y el mismo Estados Unidos. Con posterioridad, esta idea sería desarrollada por Acemoglu y Robinson[3], dando un gran reconocimiento a la rama de economía institucional.
Luego, Romer profundizaría sobre los derechos de propiedad intelectual, aportando al debate de cómo la industria podría verse afectada al no proteger productos y bienes que podían ser replicables por sus competidores, o también ofrecidos en el mercado ilegal como por ejemplo la música.
En resumen, las contribuciones de Romer ayudan a entender la teoría del crecimiento, que a pesar de décadas de estudio aún sigue siendo una incógnita para la economía. La aplicación práctica de todos sus conocimientos ayudan a los tomadores de decisiones y diseñadores de política pública a generar instrumentos que en última instancia están dirigidos a mejorar el bienestar de las personas. Al final de la entrevista a Edwards, se le consulta la posibilidad de Romer a ganar un Nobel. El economista fue enfático: “Ya puede pensar en pasar un diciembre en Estocolmo”. Y no se equivocó.
[1] Romer, P. M. (1986). Increasing returns and long-run growth. Journal of political economy, 94(5), 1002-1037.
[2] Lucas Jr, R. E. (1988). On the mechanics of economic development. Journal of monetary economics, 22(1), 3-42.
[3] Acemoglu, D., Johnson, S., & Robinson, J. A. (2001). The colonial origins of comparative development: An empirical investigation. American economic review, 91(5), 1369-1401.