Por: Víctor Dumas, Economista , CAP ™ y científico de datos
Esta columna la escribo en la antesala del plebiscito constitucional con la convicción de que, más allá del resultado electoral de este domingo, el proceso constitucional está destinado a fracasar. La inmensa mayoría de los chilenos queremos una nueva constitución y la expresión democrática de dicho deseo se manifestó clara y contundentemente. Sin embargo, la actual forma y diseño de nuestra democracia representativa no estuvo a la altura. Algunos dirán que los partidos políticos no estuvieron a la altura, que fallaron los liderazgos individuales (independientes y expertos) y/o que fallaron los liderazgos al interior de nuestras instituciones democráticas. Algo de verdad hay en esta interpretación superficial, pero el problema más de fondo está en el inadecuado diseño de nuestro sistema político, y en particular, en las características que nuestro sistema electoral asigna a nuestra democracia representativa.
EL sistema político diseñando en la Constitución del 1980, pero específicamente su implementación tras el retorno de la Democracia, tiene a los partidos políticos (y no al electorado) como su base fundamental. Nuestra democracia representativa es una democracia tutelada por partidos políticos. Esta afirmación es apropiada tanto para el periodo determinado por el “sistema binominal” (1990-2010), como para el periodo actual bajo el sistema proporcional con regla de D’Hondt” (post 2010).
El sistema binominal no sólo forzaba -por diseño- la conformación de dos bloques ideológicos, sino que además generaba una altísima disciplina partidista de las autoridades electas en el poder legislativo. Este diseño funcionó y forzó lo que, entre los años 1990 y 2010, se denominó la política de los grandes acuerdos. Hay algunos que, con nostalgia, miran dicho sistema y periodo político, y apuntan a la prescripción de dicho sistema como el hito tras el cual “se jodió Chile”. Sin embargo, y sin ánimo de negar la gran prosperidad económica que generó dicho sistema, mi opinión es que sus falencias en materia de representatividad política (su pecado original si se quiere) tarde o temprano nos hubiesen llevado a una situación muy similar a la del Estallido Social.
El Sistema proporcional con regla de D’Hondt que impera en la actualidad, unido al nefasto sistema de inscripción automática y voto voluntario (gracias a Dios modificado) sólo ha generado una situación de ingobernabilidad política, debido a los incentivos implícitos que genera: una mayor fragmentación (proliferación de partidos políticos) y mayor polarización (el voto voluntario modificó la idea tradicional de “una persona un voto”, y asignó mayor valor a los factores que movilizan al votante para que éste acuda a votar). Sin embargo, la carencia o fracaso más visceral de este sistema es que nada aportó en la transformación desde una democracia tutelada por los partidos políticos hacia una que tiene como unidad base y fundamental al electorado en sí mismo. La evidencia más clara de esta carencia está en el rechazo, por parte de la ciudadanía, de ambos borradores constitucionales. ¿Cómo se explica la inhabilidad de nuestras autoridades electas de interpretar la verdadera y profunda voluntad popular?
En nuestro sistema político existe y persiste una suerte de paternalismo ejercido por los partidos políticos y las ideologías adoptadas por sus cúpulas directivas y estructuras de poder (quienes los financian). La carrera y porvenir político de nuestras autoridades requieren de una lealtad total para con la ideología dominante dentro el partido. Si el electorado demanda seguridad y libertad, entonces el “pueblo” se inclina por la derecha, pero tiene que tragarse el resto de la ideología que profesan dichos partidos en materia de derechos de la mujer (o a la vida como prefiera el lector) y su Darwinismo económico. Una situación similar se da cuando el electorado hace explicito su deseo por el resguardo y protección de una mayor numero de derechos sociales, mayor igualdad social y protección del medio ambiente, y por ende, se inclinan por partidos de izquierda. En este escenario, el electorado tiene que fumarse la pipa de la paz que nos hace creer que la delincuencia y el terrorismo son sólo el producto de desigualdades sociales o la expresión de frustración ocasionada por injusticias históricas.
La existencia de partidos políticos fuertes con ideologías expresas y claras es fundamental en una democracia. Nuestros partidos políticos no sólo deben reducir las asimetrías de información y facilitar el proceso deliberativo del electorado, son también responsables de la formación de líderes políticos: intelectualmente capaces y técnicamente bien formados, íntegros y honestos, arraigados en la realidad de las comunidades que representan. Pero fundamentalmente deben entender, valorar, y funcionar dentro de un sistema de incentivos, que los mueva a resguardar el interés del electorado que representan y no a una cúpula que busca imponer su visión ideológica al resto de la sociedad. Más allá del resultado de esta elección, esta carencia seguirá presente y nuestra democracia seguirá siendo tutelada por partidos caudillistas, paternalistas y que no enfrentan ningún incentivo para su auto reforma.