Entrevista a Andrés Biehl, académico sociología UC

“…El costo de esta asociación personalista es que el concepto comienza a diluirse y confundirse con autoritarismo, dictadura, cesarismo, caudillismo, caciquismo. Todos son conceptos que resuenan en la historia de América Latina”

Andrés Biehl es sociólogo, magíster y doctor en sociología. Es profesor del Instituto de Sociología de la UC e investigador adjunto del Núcleo Milenio. Su investigación se centra en los problemas asociados al desarrollo de las instituciones y sus efectos en la sociedad.

 

Pareciera que el populismo es el concepto de moda en la discusión política actual, ¿qué podemos entender por populismo?

El problema del populismo está teñido de estigmas que reducen su utilidad para comprender lo que está ocurriendo en las democracias de lo que podríamos llamar, muy laxamente, occidente. Naturalmente, el concepto se acuña a partir de situaciones concretas que han estado asociadas a crisis políticas y la polarización social.

En lo personal no me gusta el término porque tiene aparejado un estigma y se vuelve tentador culpar a cualquier persona o movimiento que ofrezca alternativas distintas como populista, en particular si no comparten nuestras orientaciones políticas y económicas. Hoy parece que todo lo que no nos gusta es populista. Con ello, es difícil analizar si hay otros procesos que estén en la base de la pérdida de confianza o el descontento. Adicionalmente, la “ola populista” actual parece darse en sociedades con más competencia política que los movimientos populares masivos del pasado.

  

¿Se puede decir que en el mundo hay una ola –atípica- de populismos? ¿Es un fenómeno nuevo?

No es nuevo. Una referencia histórica ineludible fue la formación del People’s Party en Estados Unidos, a fines del siglo XIX, dada la inestabilidad en el sur luego de la Guerra Civil. El apoyo de ese partido fue crucial para la candidatura del demócrata William Jennings Bryan, con un programa fuertemente redistributivo, lo que causó temor en las élites.

Luego, el concepto parece tomar fuerza en las distintas crisis de la democracia liberal en la década de 1930. A la crisis de representación y legitimidad, se le agrega la apelación a un “nosotros” -con todo lo bueno y malo que eso puede tener- bajo la eficacia (o la ilusión de eficacia) de un líder fuerte. El costo de esta asociación personalista es que el concepto comienza a diluirse y confundirse con autoritarismo, dictadura, cesarismo, caudillismo, caciquismo. Todos son conceptos que resuenan en la historia de América Latina.

¿Hay algún caso que sirva para caracterizar los populismos de la región?

Un caso emblemático en ese contexto fue la lectura de Gino Germani sobre la llegada de Perón al poder en Argentina y sus consecuencias (Fascismo, Autoritarismo y Populismo Nacional, a fines de los años 1970). Germani vio el populismo como una forma de incluir en la política a los excluidos. Entendió que la pujanza económica de Argentina a comienzos de siglo XX había producido una clase media que no lograba acceder a las posiciones más altas de la sociedad por barreras institucionales. La consecuencia fue la entrada de un líder que a punta de carisma lograba una conexión especial con esos grupos excluidos (de todas maneras, Perón había armado sus bases sociales y redes de apoyo desde la jefatura del ministerio del trabajo durante la década de 1930).

En ese sentido, la entrada de Perón rompía la visión democrática de los partidos tradicionales (el poco masivo partido socialista argentino se hacía la pregunta de por qué los trabajadores no votaban por ellos) al apelar a las “masas”. Asimismo, la orientación de estos movimientos parecía ser netamente hacia el interior, a pesar de una retórica que acentuaba la resistencia frente a poderes globales o imperialistas. En América Latina, la aparición de movimientos de este tipo no tiene consecuencias bélicas.

Lo anterior no se encuadra en el espectro ideológico izquierda-derecha, ¿se trata más bien de la figura del líder y la forma de conectarse con los votantes?

Estas referencias históricas nos recuerdan que el concepto es poco preciso y muy moldeable. Como recuerda Josefina Araos en un estudio reciente[1], es discutible la relación directa entre populismo y algún tipo de modelo económico, o algún tipo de ideología, o una región concreta (no parece ser un fenómeno especialmente Latinoamericano).

Así, el concepto parece enfatizar la capacidad de un líder de lograr una conexión masiva y apelar a un “pueblo”, lo cual es importante en contextos donde la nación no se construye institucionalmente. A ello se agregaría la capacidad de asegurar relaciones y un orden desde su aparente eficacia (de resolver problemas, de llegar al desarrollo a través de un atajo). Y finalmente, de ser la voz de los sin voz o de al menos representarlos políticamente.

 

¿Qué podemos aprender de los populismos del pasado para entender el presente?

En ese contexto, hoy la discusión sobre populismo parece ser un poco distinta a la del pasado. Se puede rastrear a partir de dos reacciones bien claras que ha producido en la opinión pública. Por una parte, aparecen quienes atacan a líderes y organizaciones, de forma peyorativa, como populistas. En esa crítica se enfatiza la incapacidad técnica, el exceso de promesas, la confianza en la pura voluntad. Por otra parte, es muy evidente la reacción en contra de élites expertas y educadas, partidos políticos tradicionales y el consenso de los años 1990 sobre las bondades del mercado y la democracia. Los resultados electorales en contra de las predicciones de técnicos y expertos son interpretados, de esta forma, como una reacción del “picado”. Élites que culpan a los votantes por no votar por ellos.

Esas dos reacciones pueden ser leídas como un resentimiento por la pérdida de identidades, referentes comunes y cierta seguridad. En ese contexto, la apelación de un movimiento o de un líder a “lo común”, a la construcción de un “pueblo”, parece ser muy llamativa.

¿Entonces cuáles son los costos de que un líder apele al “pueblo”?

En la apelación a ese “nosotros” o ese “pueblo” se esconde un tema importante para entender el momento político. Tiene que ver con cómo ese “nosotros” construye y concibe sus obligaciones políticas. En el pasado, era muy fácil asociar al populismo con líderes que externalizan esas obligaciones. Otros deben pagar impuestos y financiar el desarrollo, otros son culpables de que las cosas no funcionen (a veces con justas razones). Con lo cual puede quedar la tentación de que los problemas se podrían solucionar fácilmente sin exigir sacrificios personales de ningún tipo. Ahí hay un problema de “tope” porque un movimiento que no exige igualdad o simetría en las obligaciones, no logra crear las herramientas institucionales para construir un sentido de pueblo o de nación.

 

¿Y ahora?

Movimientos como el de Trump, por ejemplo, son interesantes. Logra mucha adhesión justamente bajo la idea de que otros no están contribuyendo y que el estadounidense promedio ha tenido que sacrificarse indebidamente por otros (por ejemplo, al financiar la seguridad militar de Europa). Entonces está apelando a ideas que ya estaban presentes en la cultura estadounidense. Sin embargo, si esta ola electoral logra volver a colocar en el centro del debate el problema de la responsabilidad y las obligaciones que nos competen como ciudadanos, y que definen nuestra membresía a una comunidad política, podría convertirse en un buen estímulo para revivir nuestra democracia.

 

¿Estamos en riesgo de caer en un gobierno populista en Chile?

La probabilidad de que surja un gobierno de ese tipo, entendiendo por populismo no tanto la apelación a un centro y clase media masiva -como en el pasado- sino la emergencia de los grupos más radicales de izquierda o derecha -como parece ser hoy el uso del término-, siempre es mayor a cero. Por lo tanto, existe la posibilidad. Obviamente, varios académicos dirían que Chile es un país sólido, institucionalmente fuerte y que por lo tanto la probabilidad es muy baja. Pero mientras exista la probabilidad, la pregunta que uno se tiene que hacer es por las consecuencias de esa probabilidad. Si consideramos que el riesgo es grave (por ejemplo, por políticas económicas que podrían reducir el crecimiento o políticas públicas que podrían aumentar la polarización social), lo lógico es prepararse como si eso fuera a ocurrir para minimizar los problemas asociados. Un poco en la lógica del Cisne Negro de Nassim Taleb: si sabemos que algo muy perjudicial puede ocurrir, hay que prepararse no tanto para que ocurra (probablemente no tenemos control sobre si o no ocurre un evento), pero si para paliar los efectos de ese evento o beneficiarnos.

[1] Se refiere a “Populismo: Cuatro Claves para el Debate”, IES diciembre 2018.

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