Este es uno de los tres artículos que publicaremos sobre los premiados con el Nobel de Economía de 2021.
Autora: Pilar Alcalde, Profesor Asistente de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de los Andes.
Aunque desde afuera no se note, los economistas a veces discrepamos en temas de ciencia; estas diferencias permiten revisar con ojo crítico qué es lo que sabemos e impulsan hacia adelante nuestra forma de entender el mundo. El Nobel de este año reconoce, de manera muy merecida, el gran aporte de los premiados a la profesión, pero este aporte no ha estado libre de críticas; por esto, este análisis del premio lo hago desde la vereda del frente.
Recientemente, el Nobel de Economía ha reconocido los avances sustanciales de las últimas décadas en el área de métodos empíricos, esto es, la manera en que analizamos los datos y extraemos conclusiones válidas a partir de éstos. Así, en 2019 los ganadores fueron Abhijit Banerjee, Esther Duflo y Michael Kremer, por su aplicación de los experimentos aleatorios a problemas sociales, particularmente al alivio de la extrema pobreza. Y este año, el Nobel recayó en David Card, por su aporte a estudio empírico del mercado laboral, junto con Joshua Angrist y Guido Imbens, por sus contribuciones al método de análisis de las relaciones causales de distintos fenómenos. Muchos también consideran el premio como un homenaje póstumo a Alan Krueger, cercano colaborador de Card, quien murió en 2019 a los 58 años.
Estos aportes, impulsados por los científicos premiados y luego continuados y profundizados por numerosos académicos en todo el mundo, han llevado a lo que algunos llaman una “revolución de credibilidad”. Esta credibilidad se refiere a lo que aparece arriba como “el análisis de las relaciones causales de distintos fenómenos”. En castellano, se busca es entender la relación de causa y efecto que ocurre, en los datos, entre dos fenómenos, y hasta qué punto podemos “creerle” a ese resultado y considerarlo veraz.
Algunos de sus artículos más antiguos en esta línea estudian, por ejemplo, el efecto de un alza del salario mínimo en el empleo, usando datos de restaurantes de comida rápida en New Jersey, o el efecto de la migración en el empleo y salarios de los trabajadores locales, estudiando el impacto del Éxodo de Mariel de los 80s en el mercado laboral de Miami. Estos estudios fueron ampliamente citados, criticados y replicados, especialmente por investigadores que no estaban convencidos de que se cumplieran las condiciones para “creerle” al resultado. Como se dice comúnmente, el diablo está en los detalles. Pero estas discrepancias entre investigadores, estas idas y venidas, lograron fortalecer el método: nos ayudaron a entender qué condiciones deben cumplir los datos para poder estimar una verdadera relación de causa y efecto, cuál es la forma correcta de usar la estadística en estos casos, qué elementos es necesario revisar una vez que los resultados están en mano. Y, sobre todo, ser muy precisos en qué podemos concluir de los datos, y qué no. Por eso es que se habla de una “revolución de credibilidad”. Y personalmente, desde la vereda del frente, creo que éste ha sido el relevante aporte de los premiados.
Me encantaría que el Nobel siguiera reconociendo a los demás métodos estadísticos que han revolucionado la ciencia económica en las últimas décadas. Mis candidatos serían Ariel Pakes y Kenneth Wolpin, que junto a diversos coautores han desarrollado la estimación de elementos propios de la teoría económica, directamente a partir de los datos, uno en el área de la organización industrial y el otro en economía laboral. Aunque también me entusiasma que ganara Susan Athey, que ha liderado el uso de “big data” y otros métodos similares en economía, y que está casada con el recién ganador Imbens; se convertirían así en algo similar a nuestra versión de Pierre y Marie Currie.